miércoles, 10 de julio de 2013

LOS ‘REVOLUCIONARIOS’ TAMBIÉN ESPÍAN

Ahora que se habla tanto de ‘espías’, los ‘revolucionarios’ se golpean el pecho hipócritamente diciendo que los ‘gringos’ espían, pero ellos también lo hacen, solo que no hay assanges ni snowdens que los denuncien. Todos los estados del mundo conjugan el verbo espiar (‘Yo espío, tú espías…’) de alguna manera, porque es un recurso usado para el sostenimiento del poder y de un sistema político. Lo hacen con sistemas caseros o tecnologías sofisticadas. Veamos extractos de la historia de una mujer –recientemente publicada- que manejaba información clasificada de la inteligencia de los Estados Unidos y audazmente también espiaba para la Cuba de Fidel Castro.

Ayudamemoria:

LA ‘REINA DE CUBA’
El País Internacional
Jim Popkin 27 ABR 2013 - 06:25 CET

Ana Montes lleva 10 años encerrada con algunas de las mujeres más peligrosas de Estados Unidos. Montes, en otro tiempo una condecorada analista de los servicios de inteligencia que residía en un apartamento de dos dormitorios en el barrio de Cleveland Park (Washington), hoy vive en una celda para dos en la cárcel de mujeres de más alta seguridad de todo el país. Ha tenido como vecinas a una antigua ama de casa que estranguló a una embarazada para quedarse con su bebé, una veterana enfermera que mató a cuatro pacientes con inyecciones masivas de adrenalina y Lynette Fromme, “La chillona”, una seguidora de Charles Manson que trató de asesinar al presidente Ford.

Pero la vida en la galería Lizzie Borden de una cárcel de Texas no ha ablandado a la antigua niña prodigio del Departamento de Defensa. Años después de que la atraparan espiando para Cuba, Montes mantiene su actitud desafiante. “No me gusta nada estar en prisión, pero hay ciertas cosas en la vida por las que merece la pena ir a la cárcel”, escribe Montes en una carta de 14 páginas a un familiar. “O por las que merece la pena suicidarse después de hacerlas, para no tener que pasar todo ese tiempo en la cárcel”.

Ana Montes, como en otro tiempo Aldrich Ames y Robert Hansen, sorprendió a los servicios de inteligencia con sus audaces actos de traición. De día, era una estirada funcionaria GS-14 en un cubículo del Organismo de inteligencia de la Defensa. De noche, trabajaba para Fidel Castro, conectada a la radio por onda corta para recibir mensajes cifrados que luego transmitía a sus contactos en restaurantes abarrotados y haciendo viajes secretos a Cuba en los que lograba salir de Estados Unidos con una peluca y un pasaporte falso.

Montes espió durante 17 años, con paciencia y metódicamente. Pasó tantos secretos sobre sus colegas y sobre las plataformas avanzadas de escucha que los espías estadounidenses habían instalado en Cuba, que los expertos del sector consideran que es una de las espías más dañinas de épocas recientes. Pero Montes, que hoy tiene 56 años, no engañó solo a su país y sus colegas. También traicionó a su hermano Tito, agente especial del FBI; su exnovio Roger Corneretto, agente de los servicios de inteligencia del Pentágono especializado en Cuba; y su hermana Lucy, con 28 años de experiencia en el FBI y condecorada por su aportación al descubrimiento de espías cubanos.

En los días posteriores a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, la oficina local del FBI en Miami declaró el estado de máxima alerta. Casi todos los secuestradores habían vivido cierto tiempo en el sur de Florida, y el FBI quería averiguar como fuera si había alguno más que se hubiera quedado allí. Por eso, cuando un supervisor llamó a Lucy Montes y le pidió que fuera a su despacho, a ella no le extrañó. Lucy era una veterana analista linguística del FBI, acostumbrada a traducir cintas de escuchas y otros materiales delicados.

SIn embargo, aquella llamada repentina no tenía nada que ver con el 11-S. Un jefe de grupo del FBI le dijo a Lucy que se sentara. Han detenido a tu hermana Ana, acusada de espionaje, le dijo, un delito que puede castigarse con pena de muerte. Tu hermana es una espía cubana.

Lucy no gritó, no salió corriendo sin dar crédito. Al contrario, la noticia le resultó curiosamente tranquilizadora. “Me lo creí de inmediato”, recordaba en una reciente entrevista. “Explicaba un montón de cosas”.

Los grandes medios de comunicación informaron de la detención, por supuesto, pero quedó enterrada en las constantes informaciones sobre los atentados. Hoy, Ana Montes sigue siendo la espía más importante de la que menos se ha oído hablar.

Nacida en una base del ejército de Estados Unidos en 1957, Ana Montes es la hija mayor de los puertorriqueños Emilia y Alberto Montes. Alberto era un respetado médico militar, y la familia cambió a menudo de residencia, de Alemania a Kansas y de ahí a Iowa. Se establecieron por fin en Towson, a las afueras de Baltimore, donde Alberto abrió una consulta psiquiátrica privada que tuvo mucho éxito y Emilia se convirtió en una figura importante de la comunidad puertorriqueña local.

Al acabar la universidad, Montes se mudó durante un breve periodo a Puerto Rico pero no consiguió encontrar un empleo que le gustara. Cuando un amigo le dijo que había un puesto de mecanógrafa en el Departamento de Justicia, en Washington, dejó de lado sus reparos políticos. Al fin y al cabo, era un trabajo.

Montes hizo una labor brillante en la Oficina de Recursos sobre Privacidad e Información del Departamento de Justicia. Cuando no llevaba ni un año, después de que el FBI examinara sus antecedentes, el Departamento le concedió autorización para manejar documentos muy secretos, con lo que pudo empezar a revisar algunos de los expedientes más delicados.

Mientras trabajaba, Montes comenzó los estudios para obtener un máster en la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins. Y endureció sus posturas políticas. Desarrolló auténtico odio hacia las políticas del Gobierno de Reagan en Latinoamérica, especialmente su apoyo a la contra, los rebeldes que luchaban contra el Gobierno comunista de los sandinistas en Nicaragua.

Montes tenía una gran trayectoria por delante como funcionaria en Washington y estaba estudiando en una de las mejores universidades del país. Pero además iba a asumir otra tarea muy exigente: entrenarse como espía. En 1984, los servicios de inteligencia cubanos la reclutaron como agente.

Fuentes próximas al caso creen que tenía un amigo en la Escuela que trabajaba para los cubanos y les ayudaba a identificar posibles agentes. Cuba considera “máxima prioridad” la captación de gente en las universidades estadounidenses, según el exagente cubano José Cohen, que escribió en un ensayo que los servicios cubanos se preocupan por identificar en las principales universidades de Estados Unidos a estudiantes con interés por la política que van a “ocupar puestos de importancia en el sector privado y en la administración”.

Montes debió de parecerles un regalo del cielo. Era de izquierdas y simpatizaba con los países acosados. Era bilingüe y había impresionado a sus jefes del Departamento de Justicia con su ambición y su cerebro. Pero, sobre todo, tenía acceso a materiales secretos y era alguien de dentro. “Nunca se me había ocurrido hacer nada hasta que me lo propusieron”, reconoció Montes más tarde a los investigadores. Los cubanos, reveló, “trataron de apelar a mi convicción de que lo que estaba haciendo estaba bien”.

Los analistas de la CIA tienen una interpretación algo más siniestra de la captación. Creen que manipularon a Montes para que pensara que Cuba necesitaba como fuera su ayuda, “le hicieron sentirse poderosa y alimentaron su narcisismo”, dicen los documentos. Los cubanos empezaron poco a poco, pidiéndole traducciones e informaciones inocuas que pudieran ayudar a los sandinistas, su causa favorita. “Sus contactos, sin que ella se diera cuenta, juzgaron en qué era más vulnerable y explotaron sus necesidades psicológicas, su ideología y su personalidad patológica con el fin de reclutarla y mantenerla motivada y trabajando para la Habana”, es la conclusión de la CIA.

Montes visitó Cuba en secreto en 1985 y luego, siguiendo instrucciones, empezó a presentar su candidatura a puestos de la administración que le permitieran tener mayor acceso a informaciones secretas. Aceptó un puesto en el Organismo de Inteligencia de la Defensa (DIA en sus siglas en inglés), la mayor fábrica de espías militares del Pentágono en el extranjero.

En los primeros años, Montes cometió un error al confiar a su vieja amiga de España, Ana Colón, que había ido a Cuba y había tenido una aventura con el guapo chico que le había servido de guía en la isla. Montes le contó asimismo que iba a empezar a trabajar en la DIA. “Me dejó estupefacta”, recuerda Colón. “No entendía por qué alguien con sus opiniones izquierdistas podía querer trabajar para el Gobierno y el Ejército de Estados Unidos”. Montes le explicó que quería trabajar en política y que era, “al fin y al cabo, una chica americana normal”. Sin embargo, días después de la confesión, Montes dejó de hablar con su amiga. Colón la llamó y le escribió una carta detrás de otra durante dos años y medio, sin resultado. Montes no respondía. Colón nunca volció a saber de ella.

Durante 16 años, Ana Montes hizo una labor brillante, tanto en Washington como en La Habana. Contratada por la DIA como especialista en investigación, comenzó una carrera ascendente. Pronto se convirtió en la analista principal de la DIA sobre El Salvador y Nicaragua, y más tarde fue designada analista política y militar jefe para Cuba. En los servicios de inteligencia y en la sede central de la DIA, la apodaban “la Reina de Cuba”. No solo era una de las más avezadas intérpretes de los asuntos militares cubanos que tenía el Gobierno estadounidense --poco sorprendente, dado que tenía informaciones privilegiadas-- sino que aprendió a influir en la política de Estados Unidos (a menudo para suavizarla) respecto a la isla.

Cuando Montes terminaba su jornada en la DIA, comenzaba su segundo empleo en su apartamento de Macomb Street, en Cleveland Park. Nunca se arriesgaba a llevarse un documento a casa. Lo que hacía era memorizar con gran detalle lo que leía durante el día y luego reproducir documentos enteros en un portátil Toshiba. Noche tras noche, durante años, vertió documentos del máximo secreto en disquetes baratos que compraba en Radio Shack.

Su técnica era clásica. En La Habana, los agentes de los servicios cubanos de inteligencia le enseñaron a pasar paquetes a otros espías sin que se notara, a comunicarse en clave y a desaparecer en caso necesario. Incluso le enseñaron a fingir ante el detector de mentiras. Según contó ella después a los investigadores, se trataba de contraer estratégicamente los esfínteres. No se sabe si el truco funcionaba, pero el caso es que Montes pasó el detector de mentiras de la DIA en 1994, cuando ya llevaba un decenio espiando.

Montes recibía la mayoría de sus órdenes de la misma forma que casi todos los espías desde la época de la guerra fría: a través de mensajes numéricos transmitidos de manera anónima por onda corta. Sintonizaba un aparato de radio Sony con la frecuencia 7887 y esperaba a que comenzara a emitir la “emisora de los números”. Una voz de mujer interrumpía las intereferencias de ultratumba para declarar: “¡Atención! ¡Atención!” y soltar 150 números en medio de la noche. “Tres-cero-uno-cero-siete, dos-cuatro-seis-dos-cuatro,” repetía la voz. Montes tecleaba luego las cifras en su ordenador y un programa que le habían instalado los cubanos convertía los números en texto en español.

También se arriesgó a reunirse con cubanos en persona. Cada pocas semanas, cenaba con sus contactos en restaurantes chinos del área de Washington, y aprovechaba para pasarles un puñado de nuevos disquetes por encima de las exquisiteces orientales. También había entregas clandestinas durante sus vacaciones en soleadas islas del Caribe.

Montes llegó a viajar en cuatro ocasiones a Cuba, para reunirse con los máximos responsables de los servicios de inteligencia. En dos de ellas, utilizó un pasaporte cubano falso, se disfrazó con peluca y viajó a través de Europa para disimular su pista. Otras dos veces, obtuvo la autorización del Pentágono para ir a la isla en misiones oficiales dentro de su trabajo para el Gobierno. De día tenía reuniones en la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana pero luego se escabullía para informar a sus jefes cubanos.

En Estados Unidos, cuando Montes necesitaba transmitir un mensaje urgente, tenía un número de busca. Buscaba cabinas telefónicas en el Zoo, la estación de metro de Friendship Heights o la tienda de Hecht’s en Chevy Chase para llamar a los buscas de los cubanos. Había una clave que significaba “Estoy en grave peligro”; otra, “Tenemos que vernos”. Entrenados en las tareas de espionaje por el KGB, los cubanos se fiaban de las viejas herramientas del oficio. Por ejemplo, las claves de busca y las notas de onda corta se escribían en papel con un tratamiento especial. “Las frecuencias y la hoja de consulta de los números estaban en papel soluble en agua”, explica Pete Lapp, del FBI, uno de los dos máximos responsables de investigar el caso. “Un papel que, cuando se tira al váter, se evapora”.

Dentro de la DIA, la analista estrella seguía estando por encima de toda sospecha. Montes había logrado mucho más de lo que habían podido imaginar los cubanos. Se reunía con la Junta de jefes de estado mayor, el Consejo Nacional de Seguridad e incluso el presidente de Nicaragua para informarles sobre la capacidad militar de Cuba. Ayudó a redactar un polémico informe del Pentágono en el que se decía que Cuba tenía una “capacidad limitada” de hacer daño a Estados Unidos y solo podía ser un peligro para los ciudadanos estadounidenses “en determinadas circunstancias”. Y estaba a punto de obtener otro ascenso, en esta ocasión una prestigiosa beca para trabajar con el Consejo Nacional de Inteligencia, un órgano consultivo que asesoraba al director de los servicios de inteligencia y que tenía su sede en el cuartel general de la CIA, en Langley. Montes estaba a punto de lograr acceso a informaciones todavía más valiosas. Su trayectoria de espía habría alcanzado alturas inimaginables si no hubiera sido por un funcionario corriente de la DIA llamado Scott Carmichael.

De rostro redondo e incómodamente embutido muchas veces en trajes de las tallas especiales de Macy’s, Carmichael no encaja en el esterotipo del cazaespías sofisticado y educado en Georgetown. Él dice, entre risas, que es “un guardia de seguridad de Kmart”, pero, desde hace un cuarto de siglo, el trabajo de este expolicía del cinturón ganadero de Wisconsin consiste en cazar espías para la DIA.

En septiembre de 2000 Carmichael obtuvo una pista fundamental. Una funcionaria de los servicios de inteligencia había ido a ver al veterano analista de contraespionaje de la DIA Chris Simmons y, pese a que representaba poner en peligro su puesto de trabajo, le había dicho que el FBI llevaba dos años tratando en vano de identificar a un funcionario de la administración que, al parecer, era espía cubano.
 Jim Popkin es escritor y vive en Washington.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio