martes, 13 de marzo de 2018

MARIANA NEIRA PUBLICÓ SU NOVELA ‘3 VECES MUERTO’



A mis amigos lectores les cuento que el 7 de marzo 2018 presentamos en Quito mi novela ‘3 VECES MUERTO’. Es la segunda en mi intención de incursionar en la narración de ficción.
La presentación la hicieron Arturo Torres, periodista y ex-editor del diario El Comercio, y Orlando Gómez, periodista colombiano que colabora con diario La Hora, de Quito, y Revista Semana de Colombia.
Es una novela que combina guerrilla, espionaje, bombardeo y amor. El contenido del libro se resume en esta líneas:
"Hay historias reales que parecen novela y novelas que parecen historias reales. La historia de Iván está entre las dos opciones. Él busca salvar su vida escondiéndose en la guerrilla colombiana donde descubre un mundo político internacional oculto, sórdido, con intelectuales de izquierda, fanáticos, espías, soplones que llegan al monte cual turistas a un hotel. Iván supone, ellos facilitaron el bombardeo que casi le mata y decide vengarse. Empieza por esconder su pasado con identidades falsas y una cadena de mentiras. La casualidad pone en su camino a una mujer bonita. Por intuición, capta, es un transgénero, ex compañero suyo de fechorías. Ella, solidaria, le financia una cirugía plástica y le induce a vivir del sexo. Él ya no quiere delinquir y acepta. Así descubre otro mundo oculto en la sociedad: el amor alternativo, clandestino. En ese trajín se liga con una alemana adulta, culta, quien le introduce en el mundo intelectual quiteño del cual, Iván descubre, salieron algunos espías que llegaron al monte. Los enemigos están a la vista y la venganza parece fácil."
La novela fue publicada por la joven ‘Editorial La Pesetera’ que en su Facebook informa sobre este libro, o puede escribir a librospesetera@gmail.com y llamar al teléfono (02) 3332526.
A continuación le ofrezco el CAPÍTULO I
¡Salvado!
—¡Cómo pesas, Damián! Identifico una voz de mujer. Ella me carga. Y me llama Damián.
¿Mi nombre será Damián? No lo recuerdo.
—Si no fuera porque tu corazón late, te dejaría botado.
Estoy vivo, solo desmayado. ¿Quién eres mujer? Tu voz, tu olor me son conocidos, pero no te identifico.
—Y ahora te pusiste a ganguear, Damián. ¿Será que estás por estirar la pata?
No estoy gangueando, pregunto quién eres. No me escuchas. Debe ser porque la voz no sale de mi boca.
—No te mueras Damián, ya mismo llegamos a la casa de unos vecinos que viven a la orilla de un río.
No quiero morir.
—Al fin llegamos. ¡Don Mesías! ¡Don Mesías! ¡Abra la puerta!
—¿Quién es?
—Soy Nati.
—¿Cuál Nati?
—La hija de taita yachak. ¡Abra la puerta!
—¡Naticita! Su papá la está buscando con desesperación hace dos años...
—De eso hablaremos después, don Mesías, ahora ayúdeme con este medio muertito que vengo cargando desde el campamento guerrillero. Fue herido por el bombardeo.
—¿Estaría usted en la guerrilla?
—De eso hablaremos después. Présteme su bote para llevarle a mi compañero a la casa de mi papá para ver si puede curarle.
—Claro Naticita, yo mismo les llevaré. Ahí está el bote. Espere un ratito —entra en su casa y sale con una manta y una linterna. Don Mesías me pide que le ayude a poner al Damián sobre la manta. Lo hacemos despacito para que no se le salgan las tripas y con la manta le subimos a la quilla del bote—. Ahora usted Naticita, suba —atrás mío lo hace él, enciende el motor y nos vamos.
—¿Usted escuchó el bombardeo, don Mesías?
—Claro, fue un ruido tremendo. Sonaban aviones, helicópteros, bombas, disparos. Mi mujer y yo estábamos en la cama, asustados, teníamos miedo de que llegaran los militares a dispararnos. ¿Hubo muchos heridos allá?
—No, todos están muertos.
—¿Cómo así a usted no le pasó nada?
—Yo salí del cambuche para orinar. Me alejé unos metros. Encontré un hueco parecido a una trinchera. Allí me metí. De pronto, tremendo estruendo. ¡Bomba!, dije. Jalé unos tablones que estaban cerca para cubrir el hueco. Otro estruendo. Más bombas, me dije. Sobre los tablones cayó de todo. Terrible ruido, ensordecedor. Temblando de miedo esperaba otra explosión. No sé cuántas más hubo. Cesó el bombardeo. Retiré los tablones. Saqué mi cabeza. El campamento ardía. Había mucho humo. Del monte salían quejidos apenas audibles. Son compañeros heridos, me dije. Me predispuse a salir para ayudarles, pero los sonidos de los helicópteros me detuvieron. Estaban sobre mi cabeza. Volví a encerrarme en el hueco. Al poco rato oí pasos y gritos. Supuse eran militares. Disparaban, presumo, a los sobrevivientes. Los pasos se fueron. Lentamente levanté los tablones y otra vez saqué mi cabeza para ver la misma escena: fuego, humo. Salí del hueco. Las cabañas y los cambuches estaban en el suelo, en llamas. Caminé. No encontré ni un ser humano en pie. Solo compañeros tirados en el monte. Agarré sus muñecas. Solo uno tenía pulso. Está desmayado, me dije. Usando un palo con llama, como antorcha, alumbré su rostro. Era Damián. Tenía mucha sangre en la barriga. Para detener la hemorragia rompí la ropa de un compañero muerto, hice una venda y le amarraré la barriga. Le cargué y aquí estoy.
—Qué valiente Naticita, usted solita cargando a un medio muertito.
—Estoy acostumbrada a cargar cosas pesadas. Y ahorita que dice ‘medio muertito’, voy a ver si todavía tiene pulso —agarro la muñeca del Damián. Siento sus latidos—. Todavía estás vivo, Damiancito. En menos de una hora llegaremos a la casa de papá, no se te ocurra morir en pleno río.
—Su papá es un buen yachak, Naticita, le he visto levantar muertos. Él le salvará.
—¿Le oíste a don Mesías, Damiancito? Te vas a salvar.
Damiancito, Damiancito. Ya te identifiqué, eres Sonia, mi Sonia, la única que me llamaba así en el monte. Cómo no me di cuenta antes. Tu olor me era conocido. Me confundí cuando don Mesías te llamó Nati. Qué bruto soy, Sonia era tu nombre de guerrillera.
***
La Sonia me llama Damián. En mi vida real me llamo Iván Alejandro Loyola Zárate. Nací el 28 de febrero de 1976 en un pueblo del Oriente ecuatoriano cambiado de nombre por los políticos. Ahora se llama Amazonía. Tengo 32 años y van dos veces que me dan por muerto. Dicen que el gato tiene siete vidas, si yo fuese gato me sobrarían cinco. ¿Habrá gatos que mueren sin llegar al fatídico siete?
Les voy a contar mi vida. Descubrir que había sido adoptado, me volvió loco. De niño bueno pasé a malo. Quería vengarme de todos. A los diez años le robé al comisario de mi pueblo. ¿Se imaginan a un pelado de esa edad robándole a una autoridad? Y nunca me cacharon.
Mis viejos me llevaron a estudiar en Quito donde me di cuenta: el vicio del robo se me había pegado. A los doce años robé un par de zapatos de una vitrina y fui encanado por primera vez en un centro de detención provisional para adultos. Estuve pocas horas allí porque no hubo quien hiciera la denuncia. A los trece robé el primer carro y fui encanado quince días en un reformatorio para pelados. A los quince regresé al reformatorio por robar un taxi.
Ese ‘reformatorio’ deformó mi vida. Conocí a panas de mi edad. Nos convertimos en brothers. Como yo era muy pilas, me convirtieron en su líder y me dediqué a buscar la forma de conseguir nuestra libertad. Una opción era salir por la puerta principal, disfrazado, en un día de visitas familiares. Otra, saltar el muro en la noche. Más me gustó la tercera opción: coimar a los policías guardianes. ¿Cómo hacerlo? En ese momento se me ocurrió mi primer ‘trabajo de inteligencia’. Me dediqué a investigar quiénes eran ‘comprables’. Todos eran corruptos. Se diferenciaban en que uno pedía más plata que el otro.
—Pana, mi mamacita está enferma, quiero salir de aquí —le dije de frente a uno de los policías. Se hizo el sordo, pero cada vez que se acercaba a mí, yo le repetía el pedido. Un día, moviendo los dedos medio, índice y pulgar, me preguntó:
—¿Tendrás plata?
El mensaje fue claro, el man estaba dispuesto a ‘colaborar’.
—Claro, ¿cuánto?
Me dio una cantidad.
—Afuera te pago.
Y caí en la trampa del chantaje de policías corruptos. Ellos me pusieron el apodo Pitucón porque me gustaba andar bien vestido. Por ese detalle creían que tenía plata a montones. Me pedían plata para dejarme fugar y plata para no recapturarme.
Un día estos policías me vendieron un arma y juntos camellábamos. A mano armada asaltábamos negocios. El camello con los policías era a tiempo parcial, con mis panas, a tiempo completo. Asaltábamos a parejas en el barrio más farrero de Quito, La Mariscal. Nosotros le pusimos un nombre más moderno, La Zona. Robábamos los autos para ir a saquear casas en los valles, donde vivían los ricos. Si el dueño estaba presente, mala suerte, le dábamos el vire. ¡Qué vida la mía!
Me había hecho tan famoso que el César Cepeda, un conocidísimo traficante de armas, me buscó para un camello gordo. Me puso en contacto con un militar de apellido Cazar. Él me explicó las ‘cláusulas’ del camello. Consistirían en ubicar al conductor de un taxi San Remo, llamado Andrés, apodado el Gato. Él había seducido a la hija de un general. Ella se había enamorado locamente del Gato. Se pelearon y la mujer decidió suicidarse. Localizado el Gato, yo debía llevarle a un lugar desolado donde unos militares le darían una ‘lección’. Como no encontramos al Gato emprendimos en una cacería tenaz de taxistas. Imagínense, entre agosto de 1991 y enero de 1992 habíamos dado el vire a diez taxistas y cuatro camioneteros.
Digo ‘habíamos’. En realidad quienes disparaban eran los de la venganza. A mí se me fueron los tiros solo con un taxista y dos camioneteros. En una de esas noches de pura adrenalina y sangre, los milicos dispararon como locos en contra de un taxista secuestrado, mis panas y yo. Nos quieren matar, dijo un pana. Yo también capté esa mala intención. Me hice el gil, no reclamé a mis ‘contratistas’. Mi intención era separarme de ellos de a poquito. Creo adivinaron mi pensamiento porque de inmediato lanzaron a los policías a cazarme. Una noche entraron a mi casa en Quito, como en las películas, tumbando puertas. Yo escapé con las justas. Mi madre que era sorda, quedó en la cama, dormida. La asesinaron con once balazos.
Me detuvieron y culparon de todos los asesinatos habidos y por haber. Yo dizque había matado a cinco homosexuales. Mentira. Le di el vire a un marica que nos llevó a su depar e intentó propasarse con un pana durante una farra de esas tenaces, con trago y marihuana. A los otros los mató el César por puro odio a los homosexuales. No niego, en una ocasión se me escaparon los tiros con dos choros por pasarse de vivos conmigo y mis panas llevándose nuestra parte del botín. ¡Así no se juega! Les ‘visitamos’ en su casa y les metimos bala. Al guardia del reformatorio que quiso impedir escapáramos, yo le clavé una bala, mi pana otra. Era un maltratador. Si sumo con los dedos de la mano, yo solo me bajé a siete, no a los veintidós que me cargaron.
Quise contar la plena a los periodistas y no pude por miedo a mis ‘contratistas’. Ellos me repetían, ¡si hablas mueres! Yo, solo yo, debía cargar con los muertos. El 11 de enero de 1996 cumplía mi condena. A punto de salir de la cárcel de Quito me llegaban mensajes anónimos con las mismas frases: ¡Cuidado hables...! ¡Si hablas mueres! Yo sabía quiénes me los enviaban, mis excontratistas. Fui al Oriente. Me pareció ver a uno de ellos en un hotel de Lago Agrio. Eran peligrosos. Estos me van a perseguir a sol y sombra, me dije, y se me vino la idea de borrarme del mapa.
Por un amigo común supe que mi parcerito Jairo se había enrolado en la guerrilla colombiana. Ocasionalmente cruzaba al lado ecuatoriano para cumplir ‘misiones’, por ejemplo, comprar medicinas. De paso saludaba a los panas. Al amigo común le pedí me facilitara un encuentro con Jairo. Lo consiguió. Jairo me esperó en un pueblo asentado en la orilla del río fronterizo. Nos abrazamos y con unas bielas en la mano recordamos nuestro pasado en el reformatorio donde jugábamos fútbol. Él me tenía gratitud porque durante una huida del reformatorio con mis panas, le saqué de su celda y juntos escapamos a Colombia.
—Y ahora, mi parcerito, estoy jodido, los del camello de los taxistas me persiguen para matarme —le dije.
—Escóndase —me dijo Jairo—, si no lo hace esos tipos le van a encontrar. Usted me contó, es gente dedicada al negocio de armas, quienes andan en esa vaina son peligrosos, tienen soplones por todas partes.
—Intento esconderme, aunque no sé cómo ni dónde.
Entonces el parcerito me habló del monte, de la guerrilla. Tuve dudas. Ahí también disparan, matan, pensé.
—Es el lugar más seguro para esconderse —me convenció.
Y se me vino como un rayo una idea locaza.
—Parcerito, antes ayúdeme a ‘morir’ en mi país.
Y juntos planeamos mi primera ‘muerte’ robando un cadáver en el cementerio, al cual le destrozamos para dejarle irreconocible. Después le vestimos con mi ropa y pusimos en los bolsillos mis documentos de identidad. Al encontrar el cadáver, creyeron era yo. Me ‘enterraron’ un día antes de mi vigésimo cumpleaños, el 27 de febrero de 1996. Mientras me ‘enterraban’, Jairo y yo viajábamos al monte para esconderme en la guerrilla.
Ni bien llegamos al campamento, Jairo, a quien la guerrilla le había dado el nombre ‘Leo’, me llevó ante su comandante advirtiéndome:
—No le vaya a decir jefe al comandante, aquí todos los jefes son comandantes. Comandantes de escuadra, de guerrilla, de compañía, de columna, de frente, de bloque, de estado mayor. A todos debe decirles: ¡Sí mi comandante, no mi comandante! Preséntese siempre con un saludo militar de buenos días, buenas tardes.
Sin muchas vueltas el comandante me dijo:
—Desde este momento serás el compañero ‘Damián’.
Sentí una clavada en mi pecho. En ese instante el Iván moría y me dio tristeza. Así comenzó mi vida de guerrillero o combatiente del monte. El compañero Leo se convirtió en mi consejero. Él sabía que yo era un patán y me advirtió:
—No vaya a hablar aquí como en Quito. Debe sofisticar su vocabulario. Olvídese de las palabras pana, man, pelado. Somos compañeros, guerrilleros, combatientes. A mí, en privado, puede decirme parcerito. No vaya a hablar de camellos, aquí son misiones. No se le ocurra decirle a una compañera, pelada, le puede meter un tiro.
—Chuta, no solo te cambian el nombre, también te amaestran —dije.
—No diga eso compañero Damián, usted no es un animal. Le educan como en un cuartel, este es un Frente con siete campamentos, cada uno con su comandante. Cada campamento tiene unos doscientos guerrilleros, hombres y mujeres. Hacen de todo, desde cocinar hasta disparar.
—Chuta —repetí—, ¿algún día me tocará cocinar?
—A lo mejor —me dijo Leo—, los compañeros ayudan a las compañeras en la cocina.
—Yo preferiría ir al polígono —le dije.
Me llevaron al polígono y desde el primer día les demostré a los comandantes mi buena puntería. Se sorprendieron. Les dije que había aprendido en el servicio militar. Mentira, nunca hice el servicio militar. Aprendí a disparar con los policías, en su polígono, haciéndome pasar por hijo de un coronel. De inmediato, en la guerrilla, me asignaron misiones armadas de pura adrenalina: patrullajes, toma de pueblos, ataques a cuarteles, a carros, secuestros. A veces me enviaban a misiones en las ciudades. Iba vestido de civil y con mis documentos de identidad ilegalmente legalizados. Mi cédula colombiana la saqué en una oficina del gobierno vinculada a la guerrilla. Me dieron un nombre súpercolombiano, Damián Gómez. Iba por el segundo nombre en mi vida y por mi segunda nacionalidad.
Nuestro frente era el encargado de la seguridad del segundo comandante de la guerrilla. Estaba por encima de todos, obvio, menos del No. 1. Por su importancia, yo le llamaba Súper Comandante. Muy largo me pareció ese nombre. Le corté a Súper C. Y ¡oh sorpresa! Un día los comandantes me ordenaron integrara el primer anillo de seguridad del Súper C. En otras palabras, formaría parte de su guardia personal, la élite de la élite, un honor deseado por todos los guerrilleros, sin embargo, solo treinta y cinco eran los escogidos. A mí se me dio. La puerta de la cabaña del Súper C era mi puesto de vigilancia. Horas pasaba parado allí, con mi fusil AK-47 en la mano. Poco tiempo después se integró a la guardia mi parcerito Leo. Me emocionó tenerle junto a mí.
Al comienzo la misión me pareció suave. El Súper C pasaba mucho tiempo en su cabaña que cumplía la función de oficina y dormitorio. Siempre tenía un libro, una revista en sus manos. Después de leerlos los tiraba a una caja de cartón usada como basurero. Los guerrilleros amantes de la lectura los recogían. La mayoría de artículos era sobre comunismo, marxismo, socialismo, todas esas cosas repetidas todos los días por los comandantes para lavarnos el cerebro. Yo no leía esas revistas porque no había crónica roja, noticias del fútbol, de artistas. La política no me interesa. Si no leía, el Súper C escribía. Bueno, quien realmente escribía era su secretaria. En pleno monte él tenía secretaria, compu, radio intercomunicador y otros aparatos que funcionaban con baterías. El Súper C salía de su cabaña solo para estirar las piernas. Nosotros lo escoltábamos.
***

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